miércoles, 23 de enero de 2008

muerte-presencia

Letargo de piedra,
de un árbol viejo del bosque boreal,
viento gélido
marchita los huesos.
Entra,
la puerta abierta,
por los dedos,
entre las uñas,
sube por las piernas,
entre los vellos,
se cuela entre mis partes,
caricia de la navaja silenciosa,
arde, quema,
en letargo interminable,
en letargo interminable,
en letargo interminable,
llega al vientre entrañable,
delirante,
todo nace,
se revuelve,
entre vísceras,
se revuelve,
sube,
más,
al corazón,
helante,
la sangre se congela,
las venas del cuello,
asfixian,
me muero,
me muero,
el corazón,
las venas
vísceras,
sangre,
el cuello,
me asfixia,
muero.
Tu cuerpo,
tu cuerpo,
tu cuerpo,
no es,
ya el mismo,
no te pertenece,
ya no es tuyo,
ya no es,
ya no,
ya no es,
aquí,
nunca,
ya más,
ya no es.
Ten piedad de ella,
ten piedad de ella,
ten piedad de ella.
Aquí estoy,
junto al cuerpo.

22 de enero de 2008. Puebla, Pue.

A dónde

La sábana envolvía ese cuerpo de impúber, de infante arrogante, como un animal que se cubre de las vejaciones echas por un miembro más de su reino, el animal superior. Andrés había despertado hacía poco y descansaba a lado de ese cuerpo. Eran las ocho de la mañana. Entre imágenes, recordaba la noche anterior, el sabor agrio del tequila que compraran con los setenta pesos que los dos juntaran. Lo envolvía un cierto aire de repugnancia que inevitablemente continuaría mientras permaneciera en ese hotel barato. Un día antes, este mismo cuarto había sido una entrada al misterioso castillo milenario de todas las civilizaciones del orden terrestre, donde la concupiscencia reinaba y bastaba con que se encendieran las hogueras para que el fuego revelara las maravillas que los órficos, los cristianos habían querido negar durante generaciones, pero ahora, en medio de estas paredes !con tapiz de flores¡, atiborrada de manchas de moscas muertas, indelebles a causa de su antiquísimo origen, Andrés sólo pensaba en la hora para marchar, poco le importaba ya abandonar a esa ingenua criatura en medio de aquella Gomorra de cuatro barreras indestructibles.

El sueño la vencía: dos gendarmes detrás, escoltándola hacía otra prisión, esta, de barrotes acerados; la visión de un padre, su padre, que la miraba atento, indulgente y hasta, pareciera, un poco amoroso; el lento paso de una señora sin rostro, sin braceo al andar, una ballena atrapada, en una sala junto con otras de su especie, esperando su turno para acceder a la visita, que era precedida por un celador, una estatua azul, San Pedro invitándolas a pasear por el reino de los miserables. Un sudor frío recorría su espalda y su respiración jadeante la ahogaba casi, pero no despertaba y pareciera que no hubiese querido despertar, en una especie de suicidio, y a él no le interesaba, pero entonces pensó que un cadáver en un cuarto solicitado por él mismo sería muy peligroso, pues al violar su libertad bajo palabra, se vería de vuelta en su celda, su hogar perpetuo, junto con "el quequi", su compañero de celda, un prognato homosexual y amante de los débiles - y vaya que a Andrés pruebas le sobraban, para corroborar ese amor desmesurado. El lugar giraba, las paredes se perseguían haciendo uso de los trescientos sesenta grados de un circulo que nunca será espiral. Girar, girar y volver al mismo lugar...

-Ni Madre, -gritó en un gesto involuntario- ¡levántate ya, huevona! -Mientras, propinaba un acertado golpe al estómago de aquella criatura de apenas quince años. Sí, sólo esos años y la opulencia de maltratos había hecho de su cuerpo una muralla de hierro, una armadura inquebrantable, producto de un Hefesto condenado, desgraciado e inválido en el fondo del universo. Una bendición para ella.

Eufemia lo había esperado cerca de la fonda de "la gorda", ahí era donde acordaron, ahí mismo, cerca de la asquerosa fonda, donde "la gorda", con los brazos de máquina -una máquina de ensambles- servía el consomé de pollo, con los movimientos propios de un autómata : un plato en la mano, y el viaje de ese brazo, cucharón en mano, de la olla al plato, increíblemente tal cual fuera un miembro que no dependiera de ese cuerpo. Una extremidad pensante. El tiempo transcurría y el espacio seguía cambiando a pesar de que Eufemia no moviera ni un píe. Recargada sobre una pared, siendo ella como una imagen salida de un cuento de Perrault, con una inocente malicia, observando al ocaso, pensaba en las condiciones que su padre le había dictado. A dónde, a dónde, había preguntado el papá, Pues a dar la vuelta, contesto, Te quiero temprano, Sí. Sin duda el juego del presentimiento era desconocido para los dos.

Andrés llegó retrasado. Se me hizo tarde, Pos´ qué hacías, Oye, pues de cuándo aquí te sientes mi esposa, había rematado. Luego de El acuerdo, los dos se movieron a paso lento, no sin olvidar el relajante, ese de setenta pesos. El elixir para que todo se volviera oro. Fuera oro todo, tan sólo por unos instantes.

"Navas hotel, abitasion 80 " decía el anuncio. ochenta pesos y entrar al fin del mundo; ochenta pesos por derecho a explorar una parte de la condición humana; ochenta pesos y... Métete, ándale, si me ven que yo entro contigo voy de rebote, órale, no vaya ser una de malas. El paso tímido y las cortinas no dejarían volverla a ver jamás; ese, su escondite de la última vida.

Años antes, en el barrio bajo de Mayantla, Andrés conoció al "Melenas", un hombre-anfibio, un batracio repugnante, repugnante todo, el misógino por excelencia. Muchas eran las veces que, acusado de "violación a las leyes de la naturaleza", había estado en cautiverio. Esa noche todo salió a la perfección; el goce y el éxtasis les exaltaba. El cuerpo desnudo de la puta emanando sangre y la cama alborotada que era un vampiro, succionando el liquido de esa prostituta de barrio, muerta entre las manos de dos clientes; negocio al fin de cuentas. Very gud, le decía el anfibio a Andrés, justo cuando dos azules allanaban el cuarto. Los golpes y las amenazas. Pobre vieja, decía un azul, acostarse con este cabrón, mientras señalaba a "el melenas", me cae que mejor de limosnas. Andrés en un rincón. El intento de fuga. La cacha de la pistola y el impacto a la cabeza. Fueron cinco años, el lustro de rehabilitación, comiendo puré de papá y frijoles, tomando clases de carpintería, haciendo sillas y literas, sin poder de nada, entre una rutina que lo enfurecía. Era un odio inefable, una acumulación de rencor que pronto lo haría reventar, justo cuando consigue su "libertad bajo palabra", gracias al grandioso progreso del programa tortuoso de rehabilitación implantado por los hombres, los semidioses, siempre sentados en su silla de terciopelo, desde lo alto de su monte divino, dirigiendo el orden y el transcurso del mundo. Andrés era ya un ser normal.

Eran las ocho con tres minutos, en ese lapso de tiempo, Andrés recordó la tarde que conoció a Eufemia: la visita a la tía Elena; la vecindad repleta de niños corriendo, en búsqueda de un tesoro invisible, valioso para ellos; el andar de las hormigas, siempre diligentes en su actividad de recolección de alimento y entre ellas Eufemia. Las miradas hechas cómplices. Las ansias del deseo insatisfecho. El insólito descubrimiento de las bajas pasiones, al grito de "pídeselo, pídeselo, pedírselo...pedófilo, pedófilo". Los encuentros en la azotea y el tacto prohibido...
"Llévame a otro lugar y hazme el amor", le había escrito en una hoja de cuaderno, pues en palabras mucho costaba para Eufemia, según por que para ella, no le era fácil pedir ni siquiera una manzana y mucho más difícil era comérsela. "Hazme el amor", ese era el canto, escrito en una hoja, y como entre coros, un relieve que susurraba un "nos vemos a las
seis con "la gorda.´amor mío".

- !levántate huevona¡ -gritaba nuevamente, qué no escuchas que ya te pares. Y el cuerpo de molusco envuelto entre esas sabanas crípticas, poseedoras de un terrible secreto, no respondían ya a los incesantes movimientos de Andrés.

- Qué tienes, ya, no te hagas la loca, mi amor, perdón, de veras no te quería pegar, pero pos ya me quiero ir
ámonos -decía el satisfecho Andrés, luego de una buena noche o noche buena, aun que en realidad fuera veintiocho de diciembre, día los santos inocentes.

El mancebo cuerpo, víctima del despojo de un alma sin mancha, tendido sobre el colchón -aquel único testigo de infanticidio- era la representación única del verdadero espíritu humano, una niña ingenua, muerta entre sábanas, por los golpes de una mano que nunca debió haber existido para ella. La vida se había acabado y nadie podría devolvérsela.

Al darse cuenta Andrés del problema, se puso la ropa y bajo de el cuarto, huyendo del lugar rápidamente, queriendo borrar su paso por este y todos los lugares, más le valía.

Cuando los gendarmes interceptaron a Andrés, inició una exhaustiva persecución. Él corría, defendiéndose de todos ellos, de los que había traicionado. Y mientras tanto la voz de la justicia, de un azul, le gritaba:

- A dónde, cabrón-culero.

J C

21 de enero de 2008, Puebla, Pue.

jueves, 17 de enero de 2008

Los cerros. De recuerdos del capitán.

Era una tarde lluviosa de septiembre, la sierra estaba cubierta por un manto de niebla, la lluvia mojaba constantemente la tierra que la devoraba con boca de gigante, la lluvia implacable. Se confunden a los lejos los cerros y el cielo entre nubes. El azul.

Todo está en calma, solo se escucha la lluvia cayendo sobre el zaguán de lámina de zinc un poco vieja. Todo se percibe en los cerros, el aullido del mono, el canto de los pájaros de pecho amarillo allá en el árbol del fondo, tan grande como el cielo mismo, ahí dentro se esconden también las cotorras, que lo han tomado como vecindad. Se acerca un perro todo mojado a cubrirse de la lluvia.

Una respiración profunda, lenta, pausada, tranquila. Pero la lluvia sigue cayendo en la sierra, y el sonido de la lámina adormece como las olas. Cierra los ojos y sueña con el mar. Libertad.

-Tiene veinticinco años que dejé las playas por las montañas y no he dejado de quererlas Simón - El perro mueve la cola y mira al capitán que le acaricia una oreja.

-Nomás que estas montañas no me han dejado ir, parece que traen toloache en la niebla, o que el río lleva conjuros de amor... Yo digo que son las piedras las que no me han dejado bajar. Han de saber las cabronas que algún día estaré con ellas. Pero se equivocan. Este pellejo se va pa el mar, como los marinos. Allá voy a estar bien, tranquilo, con los puros pececitos. El día que yo quiera me regreso, no serán los guachos los que me obliguen. Ni cuenta se van a dar los pendejos cuando ya no esté. Pero falta mucho para que deje de llover Simón.

Gersom Mercado Chan. El cuexcomate. 30 de diciembre de 2007.
"Que sobre todos los ojos de la tierra
Algún día, sin remedio, llueve"
Enriqueta Ochoa.


Naufragio de cielo a tierra
naufragio de mar lejano
naufragio de gotas por todo mi cuerpo y esta tarde que duele
sobre la piel del árbol
y mis negros ojos

la lluvia no calla
esta tarde se marcha ese hombre
ese
que entre cantos buenos
me besó cuando era niño
y dormía mis cabellos con su garganta
y sus cuentos de islas

esta lluvia le grita a todos
escupe en la cara que ese hombre
no vuelve

lleva la sonrisa tierna de un buen sueño
y gotea el camino con mi sed
hasta secarlo todo

heridas cristalinas se deshacen contra el suelo
se ruedan
se vuelven lodo
se vuelven mis pasos y todo lo enredan

una mujer de tierra
se marchita de a poco
y entonces
gira la noche como insecto hacía la luz
gira por el jardín que imaginé en tus labios niños
gira y recuerda sus ojos despertando

la lluvia se agita
esta furiosa y toda astilla es de agua

ahora que mis ojos se cierran
las violetas flotan moribundas

tus ojos
entierran mi cuerpo
en el bello sepulcro de aquél mirar distante
entre siglos y siglos

contemplación de agua que brota en palabras
humedeciendo
llorando al aire

es esta lluvia la prometida para decir adiós
es este mal habido día para sentarme otra vez sobre la cama de piedras y no florecer
es esta mi lluvia

Montserrat Morales
"Piérdete
adelgázate hasta la soledad
de los cocodrilos que agonizan
al pie de mi medio siglo
y de mi alcohol"
Efraín Huerta


Tu nombre no se desgasta al paso de los días
te nombro como sangre en la boca

tempestad que arroja el puñal es tu nombre

descansa sobre el día
el olor a reptil nocturno de tu voz
se apodera del instinto de nadar en tu boca
hasta matarte
y seguir mojándolo todo con el sabor de tu voz

Pero regresa la noche sin ti
y cargo el odio a medias sobre la espalda de la silla
en la que siempre siento este dolor
este dolor a medias que se olvida del sabor amargo

abandonado
ya tu lo ves
es cuestión de no preguntar más si te recuerdo
para que yo sepa
que de olvido uno muere

Montserrat Morales

domingo, 6 de enero de 2008

Recuerdos del Capitán

Ya tiene tiempo que empezamos a andar en esto. Recuerdo cuando Julián me invitó a la fiesta de Lupe, la güera de los ojos verdes y azules, hija de don Natividad, el del cerro. Pero nunca que fuimos a la fiesta, nos pasamos derechito, dejando los cerros, y aquí estamos desde entonces con ustedes.

Me contó que él día de la feria de San Martín, escuchó el pleito que se armó en la cafetería de la esquina del parque, la del gordo que es de Santiago Tuxtla, no me acuerdo como se llama, pero lo escuchó… ese día el pendejo de Rubén Arbustos me aventó un pañuelo a la cara. Habíamos estado bebiendo los maestros de la escuela, un chamaco de segundo había ganado un concurso de declamación estatal, el gobernador lo había felicitado, y como nos sentíamos orgullosos estábamos celebrando.

La bronca empezó porque Rubén era el padre del niño y no le gustó que su hijo declamara. La poesía no era para hombres, decía. Yo le dije que él no era más hombre por no declamar, que ahí estaba para demostrarlo. La sangre se le subió a la cara y nos liamos a golpes. En poco tiempo yo estaba en el suelo, sujetado de los brazos por los policías de la presidencia que lo escoltaban; hay que ver como se para un hombre frente a otro cuando de humillar se trata. Dijo que jamás permitiría que su hijo saliera como los del cerro, esos niños tenían nubes en sus cabezas. Me sacaron a patadas y después de un rato me dejaron en paz, todo golpeado de la cara, me dolían las costillas y la quijada, apreté mucho los dientes ese día.
Allí me encontró Julián, me llevó para mi casa, que entonces estaba a media cuadra del parque, del lado de la iglesia, rumbo al río. Nos tomamos medio tequila y después me trajo hasta acá, no sentí el camino, hasta que salió el sol me di cuenta donde andaba, y aquí estamos desde entonces con ustedes.

Gersom Mercado Chan, El Cuexcomate, 24 de diciembre de 2007

El hijío

No voy a los velorios ni por que tengo que ir. Me asustan, me hacen llorar sin tener vela en la tristeza, esto lo descubrí cuando murió una fulana a la que poco conocía y que por azares del destino, no pude escapar a su velorio.

Desde entonces, no voy a ninguno. Murió el abuelo y no fui, murió la abuela y no fui, murió el tío y tampoco…Muchas muertes y muchas ausencias. Este problema se debe quizá, a que cuando era pequeño y vivía casi siempre con las rodillas lastimadas, mis mayores me decían que debía correr, alejarme de los muertos, por que sino, podría contagiarme del hijío. El hijío era, según entendía, un mal invisible que surcaba el espacio, del cuerpo del muerto a la herida de las rodillas de los niños, causándoles irremediablemente la muerte. Así que, ustedes disculpen, el trauma sigue y hoy como antes, casi siempre ando herido; ahora por supuesto, no tan sólo de las rodillas, por lo que no extrañen mi ausencia cuando mueran, pero por favor, el día que sea yo el muerto, no me dejen solo.

Antonio Sánchez Ballinas