miércoles, 23 de enero de 2008

A dónde

La sábana envolvía ese cuerpo de impúber, de infante arrogante, como un animal que se cubre de las vejaciones echas por un miembro más de su reino, el animal superior. Andrés había despertado hacía poco y descansaba a lado de ese cuerpo. Eran las ocho de la mañana. Entre imágenes, recordaba la noche anterior, el sabor agrio del tequila que compraran con los setenta pesos que los dos juntaran. Lo envolvía un cierto aire de repugnancia que inevitablemente continuaría mientras permaneciera en ese hotel barato. Un día antes, este mismo cuarto había sido una entrada al misterioso castillo milenario de todas las civilizaciones del orden terrestre, donde la concupiscencia reinaba y bastaba con que se encendieran las hogueras para que el fuego revelara las maravillas que los órficos, los cristianos habían querido negar durante generaciones, pero ahora, en medio de estas paredes !con tapiz de flores¡, atiborrada de manchas de moscas muertas, indelebles a causa de su antiquísimo origen, Andrés sólo pensaba en la hora para marchar, poco le importaba ya abandonar a esa ingenua criatura en medio de aquella Gomorra de cuatro barreras indestructibles.

El sueño la vencía: dos gendarmes detrás, escoltándola hacía otra prisión, esta, de barrotes acerados; la visión de un padre, su padre, que la miraba atento, indulgente y hasta, pareciera, un poco amoroso; el lento paso de una señora sin rostro, sin braceo al andar, una ballena atrapada, en una sala junto con otras de su especie, esperando su turno para acceder a la visita, que era precedida por un celador, una estatua azul, San Pedro invitándolas a pasear por el reino de los miserables. Un sudor frío recorría su espalda y su respiración jadeante la ahogaba casi, pero no despertaba y pareciera que no hubiese querido despertar, en una especie de suicidio, y a él no le interesaba, pero entonces pensó que un cadáver en un cuarto solicitado por él mismo sería muy peligroso, pues al violar su libertad bajo palabra, se vería de vuelta en su celda, su hogar perpetuo, junto con "el quequi", su compañero de celda, un prognato homosexual y amante de los débiles - y vaya que a Andrés pruebas le sobraban, para corroborar ese amor desmesurado. El lugar giraba, las paredes se perseguían haciendo uso de los trescientos sesenta grados de un circulo que nunca será espiral. Girar, girar y volver al mismo lugar...

-Ni Madre, -gritó en un gesto involuntario- ¡levántate ya, huevona! -Mientras, propinaba un acertado golpe al estómago de aquella criatura de apenas quince años. Sí, sólo esos años y la opulencia de maltratos había hecho de su cuerpo una muralla de hierro, una armadura inquebrantable, producto de un Hefesto condenado, desgraciado e inválido en el fondo del universo. Una bendición para ella.

Eufemia lo había esperado cerca de la fonda de "la gorda", ahí era donde acordaron, ahí mismo, cerca de la asquerosa fonda, donde "la gorda", con los brazos de máquina -una máquina de ensambles- servía el consomé de pollo, con los movimientos propios de un autómata : un plato en la mano, y el viaje de ese brazo, cucharón en mano, de la olla al plato, increíblemente tal cual fuera un miembro que no dependiera de ese cuerpo. Una extremidad pensante. El tiempo transcurría y el espacio seguía cambiando a pesar de que Eufemia no moviera ni un píe. Recargada sobre una pared, siendo ella como una imagen salida de un cuento de Perrault, con una inocente malicia, observando al ocaso, pensaba en las condiciones que su padre le había dictado. A dónde, a dónde, había preguntado el papá, Pues a dar la vuelta, contesto, Te quiero temprano, Sí. Sin duda el juego del presentimiento era desconocido para los dos.

Andrés llegó retrasado. Se me hizo tarde, Pos´ qué hacías, Oye, pues de cuándo aquí te sientes mi esposa, había rematado. Luego de El acuerdo, los dos se movieron a paso lento, no sin olvidar el relajante, ese de setenta pesos. El elixir para que todo se volviera oro. Fuera oro todo, tan sólo por unos instantes.

"Navas hotel, abitasion 80 " decía el anuncio. ochenta pesos y entrar al fin del mundo; ochenta pesos por derecho a explorar una parte de la condición humana; ochenta pesos y... Métete, ándale, si me ven que yo entro contigo voy de rebote, órale, no vaya ser una de malas. El paso tímido y las cortinas no dejarían volverla a ver jamás; ese, su escondite de la última vida.

Años antes, en el barrio bajo de Mayantla, Andrés conoció al "Melenas", un hombre-anfibio, un batracio repugnante, repugnante todo, el misógino por excelencia. Muchas eran las veces que, acusado de "violación a las leyes de la naturaleza", había estado en cautiverio. Esa noche todo salió a la perfección; el goce y el éxtasis les exaltaba. El cuerpo desnudo de la puta emanando sangre y la cama alborotada que era un vampiro, succionando el liquido de esa prostituta de barrio, muerta entre las manos de dos clientes; negocio al fin de cuentas. Very gud, le decía el anfibio a Andrés, justo cuando dos azules allanaban el cuarto. Los golpes y las amenazas. Pobre vieja, decía un azul, acostarse con este cabrón, mientras señalaba a "el melenas", me cae que mejor de limosnas. Andrés en un rincón. El intento de fuga. La cacha de la pistola y el impacto a la cabeza. Fueron cinco años, el lustro de rehabilitación, comiendo puré de papá y frijoles, tomando clases de carpintería, haciendo sillas y literas, sin poder de nada, entre una rutina que lo enfurecía. Era un odio inefable, una acumulación de rencor que pronto lo haría reventar, justo cuando consigue su "libertad bajo palabra", gracias al grandioso progreso del programa tortuoso de rehabilitación implantado por los hombres, los semidioses, siempre sentados en su silla de terciopelo, desde lo alto de su monte divino, dirigiendo el orden y el transcurso del mundo. Andrés era ya un ser normal.

Eran las ocho con tres minutos, en ese lapso de tiempo, Andrés recordó la tarde que conoció a Eufemia: la visita a la tía Elena; la vecindad repleta de niños corriendo, en búsqueda de un tesoro invisible, valioso para ellos; el andar de las hormigas, siempre diligentes en su actividad de recolección de alimento y entre ellas Eufemia. Las miradas hechas cómplices. Las ansias del deseo insatisfecho. El insólito descubrimiento de las bajas pasiones, al grito de "pídeselo, pídeselo, pedírselo...pedófilo, pedófilo". Los encuentros en la azotea y el tacto prohibido...
"Llévame a otro lugar y hazme el amor", le había escrito en una hoja de cuaderno, pues en palabras mucho costaba para Eufemia, según por que para ella, no le era fácil pedir ni siquiera una manzana y mucho más difícil era comérsela. "Hazme el amor", ese era el canto, escrito en una hoja, y como entre coros, un relieve que susurraba un "nos vemos a las
seis con "la gorda.´amor mío".

- !levántate huevona¡ -gritaba nuevamente, qué no escuchas que ya te pares. Y el cuerpo de molusco envuelto entre esas sabanas crípticas, poseedoras de un terrible secreto, no respondían ya a los incesantes movimientos de Andrés.

- Qué tienes, ya, no te hagas la loca, mi amor, perdón, de veras no te quería pegar, pero pos ya me quiero ir
ámonos -decía el satisfecho Andrés, luego de una buena noche o noche buena, aun que en realidad fuera veintiocho de diciembre, día los santos inocentes.

El mancebo cuerpo, víctima del despojo de un alma sin mancha, tendido sobre el colchón -aquel único testigo de infanticidio- era la representación única del verdadero espíritu humano, una niña ingenua, muerta entre sábanas, por los golpes de una mano que nunca debió haber existido para ella. La vida se había acabado y nadie podría devolvérsela.

Al darse cuenta Andrés del problema, se puso la ropa y bajo de el cuarto, huyendo del lugar rápidamente, queriendo borrar su paso por este y todos los lugares, más le valía.

Cuando los gendarmes interceptaron a Andrés, inició una exhaustiva persecución. Él corría, defendiéndose de todos ellos, de los que había traicionado. Y mientras tanto la voz de la justicia, de un azul, le gritaba:

- A dónde, cabrón-culero.

J C

21 de enero de 2008, Puebla, Pue.