viernes, 19 de septiembre de 2008

Ojos


No tengo el más mínimo recuerdo de los ojos de Clara, recuerdo vagamente su sonrisa, sus dientes blanquísimos como conchas de mar, sus cabellos de enredadera, siempre alegre como las nubes que llegan con los nortes desde el mar. Sus piernas son una pintura oscura que en el centro resplandecen quietas, serenas, inmutadas, pero no logro recordar sus ojos, en ellos solo descubro sombras.
El tiempo de las uvas se acerca, y quién sabe cómo podré reconocerla cuando baje del tren de la tarde. Quizás solo recuerde su esbelta figura reflejada en un espejo de hotel de paso, o puede que recuerde sus orejas pequeñas y suaves, cálidas y tiernas. Al fin podré ver sus ojos, pero, ¿si no puedo distinguirla entre el humo de los frenos y la gente entumecida? ¿Qué voy a hacer si no puedo reconocerla, en qué ojos posaré mi mirada?
Miraré las manos y recordaré las suyas acariciando mi cuerpo, lentas, decididas, buscando la forma perfecta. Nadie tiene sus manos, nadie las posee tan sencillas, como las flores del jardín. Si tan sólo pudiera volver la memoria.
Ya sé que estoy loco por no recordar su mirada. Las sombras de la noche y de la cama lo ocultan todo, recuerdo sobre su cara los cabellos danzantes, y su olor, a hierbabuena. Nadie puede saber cómo es el olor de su cuello mejor que yo. Tiene las venas saltantes a la hora de adentramos en nuestros cuerpos, puedo recorrer el camino que lleva hasta su corazón con un suspiro. Buscaré entre todas las mejillas las suyas, aquellas que en medio de la noche acariciaba, y ella con lo ojos cerrados.
Qué pasión desembocaba su cuerpo en las tardes calurosas, parecía que nada estuviese dispuesto a partir de esa habitación de hotel, ni el reloj, ni el tiempo, ni la sangre de los pechos, ni del corazón endurecido, bravo, corriendo como caballo serrero. Me apretaban sus piernas y sus brazos, ahí me quedaba entumecido, entre la enredadera de flores de sus cuerpo.
Me niego a no saberlo, qué color, de qué fondo, y qué irradiaban aquellos, sus ojos. No sabré hasta que los vea por primera vez, cuando llegue el tren de la tarde, entre la multitud efímera de los viajes breves.


Miré a lo lejos el sombrero de plumas que llevaba el día que nos conocimos en la estación central, hace un año que sabía de ella en el mundo. La sombra se proyectaba sobre sus ojos y no pude verlos el día que bajó del tren de la tarde, tuve la ilusión de mirarlos entre las sombras pero el sol se apagó en el camino cercado de árboles llenos de flores azules, y quise que así fueran los suyos.
La casa vieja, del siglo XVIII pintada de colores tristes, opacos por el polvo y anaranjados por la tierra de los cerros que el aire arrastraba por los caminos llenos de ruido. El color de las señoras del mercado, las cuales iban y venían con flores, frutas y cosas llenas de vida traídas de no se dónde, porque en este pueblo la muerte y el color no se llevan.
Entró lentamente por la puerta principal, sin hacer ruido, se sentó en la mecedora de la abuela. – La recuerdo bien, hace meses que estuve por acá y justo en este lugar estaba tu abuela, con los cabellos grises tapándole la cara, con la cabeza gacha, la encontré durmiendo. Dijo, y la nostalgia se colaba entre las palabras de su voz.
Al levantarse de la mecedora se quitó el sombrero, y lo colocó en el perchero que anuncia la sala y sin pensarlo mucho, se acostó sobre el sillón rojo que estaba frente a la chimenea. Ella tenía frío, así que encendí el fuego. – No sabes cuánto te extraño Fabián, extraño tus manos y tu pelo, tus piernas, tu espalda tan grande como el mar de mi costa. No sabes qué tiempo tiene que necesito verte, pero no he querido. Ven junto a mí, quiero poner mi cabeza sobre tus piernas y mirarte respirar desde abajo, mirarme con los ojos casi cerrados, te ves tan tierno, que nadie creería que eres tú el que me mira.
No supe que hacer, si tomarla entre mis brazos, o salir corriendo, después de todo ya había estado con ella, pero esa maldita noche no me dejaba verla completa; sin el sombrero al menos la luz de la chimenea me ayudaría, pero sus hermosos cabellos lo ocultaron todo de nuevo. No tuve más que abrazarla, poner su cabeza entre mis brazos, pero al instante volteó, y mirando a la chimenea me dijo: ¿No es justo lo que deseabas Fabián? Ya lo necesitaba, no podía más. – Y mi respiración al igual que mi corazón se aceleraron, quise besarla, pero no podía engañarla así, no sabía todo de ella, no sabía que cosas guardaba para sí. Si no había mirado sus ojos, cómo podría amarla. Siempre quise estar con ella, pero no ahora, primero quería ver sus ojos y reencontrarme en su mirada.
Me condujo de la mano a mi cama, he hicimos el amor con la necesidad de quien se ama y se espera, con el ansia de un reo de la memoria, con el dolor de quien besa hasta el cansancio.
Desperté mirando su figura dibujada en el marco de la puerta e invitándome a desayunar. Las cortinas estaban cerradas y los ases de luz que se colaban entre las cortinas permitían ver las cosas con una claridad tenue. Y ahí la vi, sentada en el desayunador, me senté frente a ella, y entre frutas picadas de colores, huevos estrellados con tocino y unas tortillas recalentadas, el olor del café recién servido, el azúcar que lo endulza todo, hasta el ambiente, me tomó de las manos y levantándose un poco llevó su boca a mis labios y me besó, yo cerré los ojos.
La contemplé lavando los trastes. Sorbí mi último trago de café y regresé a mi cuarto. No pudimos levantarnos en todo el día, había algo que nos lo impedía, quizás el día no era tan bueno afuera que preferimos quedarnos el uno junto al otro sin hablar, sólo besarnos, tocarnos, oler el cabello de rosas, escuchar su respiración y sentir el amor.
Cuando desperté estaba todo cayado, era de noche y el tren de la tarde había partido con los ojos de Clara.